Haces un recuento de tu vida, te preguntas una y mil veces como terminó todo como está. Tu vida pasa ante tus ojos, !que gran vida¡. Habías tenido valientes y confiables amigos, mujeres bellas que anhelaban por ti, tenías dinero e incluso un par de hijos prometedores. Entonces ¿porque estabas en una situación tan desdichada? Te lo preguntas y te sigues preguntándotelo, pero lo sabes tan bien que te duele en el pecho como una puñalada certera. Estás ahí, luchando por tu vida, no, por tu orgullo, con el ardor de tu alma a cuestas. Sientes el respiro sediento de tu mazo cada vez que lo abanicas, pero no lo puedes frenar, necesitas saciar la sed de tu brazo y más, la tuya. Es la víctima de tu rabia, tu más grande y confiado hermano, y tu orgullo de guerrero no te deja asimilar. La desdicha de tu mazo lo golpea fuertemente, sintiendo a cada tanto la sangre tan viva como ninguna otra humedecer tu rostro. Te encuentras en un estado deprimente, esperando que todo sea una broma, pero no es así. Continuas el brutal combate, pese a que a tu contendiente no le queda aire que exhalar y es todo lo que fue tu hermandad lo que te da fuerzas para seguir arremetiendo contra el costal de huesos. Sigues y sigues expulsando tu rabia, llenándote con la vergüenza de un hombre sin razón. Después de que tus músculos ya no pueden más, te arrodillas ante el cuerpo inerte del que alguna vez fue tu amigo y lloras desenfrenadamente volviéndote a preguntar, ¿Cómo terminaron las cosas así? Sigues sabiendo la respuesta, pero tu corazón no lo asimila... Después de pasado un tiempo, el teñido de rojo en tu cuerpo no se quita y no puedes pretender que nada sucede. Rezas un irónico Padre Nuestro abandonando, luego de un ritual sin retrospección, el cuerpo a los buitres, para volver a tu desarmada vida sin ánimos de existir, deseando embriagarte para olvidar la pregunta, la respuesta y la sangre que derramó el orgullo.
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