Hacía una tarde un poco fresca. Se notaban ya los cambios
hacia la estación otoñal y la lluvia llegaba sin avisar, como se iba sin que
la echaran. Los autos ya no tenían el ritmo del verano y las pulsaciones de la
ciudad, disminuían en su lacónica hibernación. Las poleras con cuello en v de
los hombres y las faldas cortas que tanto amaban los mismos, ya eran un mito
pasado de boca en boca por los que se resignaban a mantener las casas calientes
al puro grito de “Cierra la puerta!”.
Una tarde como esa y
como cualquier otra en realidad, deambulaba mi alma ocupada por una calzada que
no reparaba en mí, ni la menor atención. Caminaba como de costumbre, escuchando
la misma oxidada lista de reproducción que había descargado ilegalmente cuando
no era tan ilegal. No recuerdo cómo es que vestía, porque ¿A quién le
importaría? Lo que sí recuerdo es lo que pensaba, o por lo menos; que es lo
que miraba y provocaba a mi mente pensar. .. Me dirigía como de costumbre, a comprarme unas
sopaipillas para amainar el hambre en lo que la señora a la que siempre
compraba, me hacía señas de una madre que vuelve a ver a su hijo después de la
guerra. Infundaba tantos sentimientos en mí que no dudaba en acercarme a ella,
con la intención de volver a ver a una madre. Ella no sabía mi nombre, ni mucho
menos recordaba de vista, pero su calor de madre me convencía de parar ahí y
solo comprarle a ella. Hacía la compra de siempre, esperando por fin me
recordase y mis nervios de recién llegado se calmaran, pero volvía a ser el mismo
desconocido de siempre terminado el ritual. Me miraba con cara de ¿Quieres comprar más? Y
al ver mi negativa, me olvidaba completamente como tantas veces, y volvía a ser
lo que era. Después de que la mitad de la sopaipilla sucumbiera a mi apetito,
mi corazón se recuperaba del llanto, y los pensamientos volvían a mi
carbohidratada cabeza. Analizaba a la gente que atendía los carritos mientras devoraba
pausadamente lo que me ataba al lugar. Veía a cada uno de los integrantes de
una batalla campal que se daba todos los días en la salida del metro. Tres
carritos en total, tres carritos llenos de historia, y esa historia la hacían 6
personas. Veía sus rostros de reojo y entendía de dónde venían, que eran
incluso, y que es lo que buscaban. Algunos, emanaban un karma arrepentido de
sus ojos, pero la energía atropelladora de siempre, que alguna vez los
caracterizó se dejaba entre ver después de cada pestañada. Unas eran madres de
hijos delincuentes o muertos, y los otros, escapaban de lo que alguna vez
fueron.
Cada vez que voy a comer
sopaipillas, pienso las mismas cosas porque sus ojos gritan, lo emanan
desde el alma misma. Esa gente, no se esfuerza en ocultar lo que son y menos lo
que fueron, pero sí, que son necesarios. ¿Te preguntarás como lo sé? Una sopaipilla
me lo dijo…
2 comentarios:
Que bien escribes hermano mío... a veces uno pasa por alto tantas cosas en el día a día... y ahora veo como la historia de una sopaipa que te comiste cae en tanta historia y detalles en los que uno olvida reparar... besos love u!
Me imaginé cada palabra escrita y cada escena descrita... Y déjame decirte que cada momento tiene su historia... más que tener, se puede crear o apreciar una historia... en fin, sigue este camino... eres bastante bueno en esto.
Saludos!!
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